Durante décadas, Europa exigió al mundo estándares ambientales cada vez más estrictos. Desde Bruselas, se multiplicaron normativas que, amparadas en argumentos verdes, muchas veces operaron como barreras para-arancelarias contra productos agrícolas de países como Argentina o Brasil. Irónicamente, mientras cuestionaban tecnologías agrícolas innovadoras como la siembra directa o los cultivos transgénicos, sus propios suelos se degradaban a un ritmo alarmante, erosionados por una agricultura tradicional que arrastra siglos sin grandes transformaciones.
Ahora, por fin, la Unión Europea parece haber tomado conciencia del problema. El Parlamento Europeo y el Consejo alcanzaron un acuerdo político para aprobar la Directiva sobre Monitoreo y Resiliencia del Suelo, una herramienta legal que pone por primera vez a la salud del suelo en el centro de las políticas ambientales y agrícolas del bloque.